Las tragedias evitadas son profundamente tóxicas porque nos hacen creer que somos inmortales, intocables, de titanio y, además, nos hace desconfiar de los agoreros y las Casandras aventadores de colapsos y tragedias que, parece, no llegan nunca a producirse. En tecnología podríamos llamarlo el efecto del “efecto 2000″, una historia que los viejos cuentan alrededor de las placas base como el gran problemón que no llegó a suceder. Como diría Sophia Petrillo, era la víspera de Año Nuevo de 1999. El mundo estaba en vilo. La amenaza del “efecto 2000″ era real y nadie era capaz de determinar con exactitud el impacto que este fallo tendría en la prehistórica tecnología de la época. El “bug del milenio” se basaba en la idea de que nunca nadie llegaría al año 2000 o que, si llegábamos, ya nos teletransportaríamos como en Star Trek a otra galaxia muy lejana. No hicimos ordenadores a “prueba de futuro” y los sistemas no guardaban los años con cuatro dígitos sino con dos. Así que el peligro de que al cambiar de año pasaran de 1999 al 1990 era cierto. Pero no pasó. Y no por un acto mágico o porque los ordenadores se autosanaran, ni porque los agoreros no tuvieran razón, sino porque mucha gente se preparó, trabajó y evitó el desastre.
